29.4.14

LA FINITUD DE LA VIDA.





La muerte, la conciencia de la finitud humana, no perdona ni permite el amor infecundo. Más que cualquier obra, construcción o proyecto humano, el hijo es la obra humana por excelencia. La muerte —por paradójico que parezca— invita a la vida. La conciencia de la muerte invita al ser humano a transmitir la propia vida y el amor al hijo.
La conciencia de la propia muerte adquiere otro valor respecto a la relación con el otro: la muerte borra todas las diferencias con el otro. Ante la muerte no hay ricos ni pobres, blancos o negros, rojos o azules; todos —más pronto o más tarde— se encuentran con la muerte, que es nuestra posibilidad más propia. Entonces, si la muerte no hace acepción de personas ¿por qué hacerla nosotros? La muerte es también una  invitación a la igualdad, la muerte desenmascara los aires de superioridad que nos pueden llegar a dominar. En el fondo, y aquí aparece otra paradoja, la muerte invita a una sociedad más justa, un mundo más humano, donde se reconozca la igualdad de todos.
 LEVINAS, Emmanuel, Totalidad e Infinito, Salamanca, Sígueme, 1997, pp. 276-286

Bien pocas conocemos de la muerte, ésta se nos presenta más bien como un misterio, pero de ella sabemos algo cierto: la muerte es personal e intransferible; nadie puede morir por otro. Nadie puede morir por mí, nadie puede vivir mi muerte, a lo sumo, otro puede morir en mi lugar como es el caso de Maximiliano Kolbe que dio su vida sacerdote franciscano. En el campo de concentración de Auschwitz durante la segunda guerra mundial se ofreció voluntariamente para cumplir el suplicio impuesto a un padre de familia, que había sido condenado a morir de hambre. Cuando un oficial nazi le preguntó por qué lo hacía, Kolbe contestó: "porque soy un sacerdote católico". Kolbe murió de inanición en su celda.
Joan Masiá, jesuita español que ha dado clases en la universidad de Sofia (Tokyo), nos cuenta lo siguiente: «En lo alto del monte Rokko, frente al puerto de Kobe, en Japón, hay un mausoleo budista. Bajo una estatua contemplativa y serena de Kannon, divinidad de la compasión y la misericordia, se lee una inscripción conmemorando la muerte heroica de una joven azafata de las líneas japonesas. Tras un aterrizaje forzoso, partido el fuselaje del avión y mientras se extiende el fuego, aquella muchacha salvó la vida de varios niños ayudándoles hasta la rampa de emergencia. Una y otra vez repitió la operación. Pero la última vez que lo hizo ya no pudo salir, presa de las llamas que avanzaban con celeridad. Las palabras de la inscripción funeraria decían así:
“No hay amor más grande que el que es capaz de dar la vida”. 
El triángulo vida-amor-muerte es el que da sentido a nuestras vidas.
Es indudable el parecido entre esta inscripción y la frase del evangelio de  Juan puesta en labios de Jesús: 
«Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» 

Pero, ¿qué lleva al hombre a perder el miedo a la muerte, a poder entregar su propia y valiosísima vida? Sin duda alguna, lo único que puede dar sentido a la muerte, sin quitarle ni un ápice del dolor y sufrimiento que conlleva, es un sentido de esperanza y trascendencia. Un campo de miras más allá de lo que uno ve a simple vista. Esta esperanza no se limita a afirmar un mundo por venir preferible y mejor al existente, sino que proclama que ese mundo será. Por consiguiente, no hay que plantearle a la muerte si ella nos trae alguna esperanza, ya que la muerte como muerte no es esperanza, sino la prueba más dura por la que tiene que pasar toda esperanza humana.
El sentido de la muerte —la propia y la del prójimo— viene dado y va íntimamente unido al sentido de la propia vida y a la esperanza en la vida. La lógica del amor y de la vida es la única que puede dar razón del origen de la vida, esperanza en la hora de la muerte y sentido a la propia muerte y a la del otro.

Pensar en la finitud significa en principio pensar la vida desde su límite, y a su vez permite tomar conciencia de la propia existencia y  posibilidad de ser ya que es una cuestión de tiempo de vida. La finitud es la condición de posibilidad que define la existencia del ser humano, ya que en el límite de su vida busca aquello que lo trasciende. El arte, la cultura, la religión son formas de respuestas creadoras de un ser que, reconociendo su finitud, la trasciende.