La muerte,
la conciencia de la finitud humana, no perdona ni permite el amor infecundo.
Más que cualquier obra, construcción o proyecto humano, el hijo es la obra
humana por excelencia. La muerte —por paradójico que parezca— invita a la vida.
La conciencia de la muerte invita al ser humano a transmitir la propia vida y
el amor al hijo.
La
conciencia de la propia muerte adquiere otro valor respecto a la relación con
el otro: la muerte borra todas las diferencias con el otro. Ante la muerte no
hay ricos ni pobres, blancos o negros, rojos o azules; todos —más pronto o más
tarde— se encuentran con la muerte, que es nuestra posibilidad más propia.
Entonces, si la muerte no hace acepción de personas ¿por qué hacerla nosotros?
La muerte es también una invitación a la
igualdad, la muerte desenmascara los aires de superioridad que nos pueden
llegar a dominar. En el fondo, y aquí aparece otra paradoja, la muerte invita a
una sociedad más justa, un mundo más humano, donde
se reconozca la igualdad de todos.
LEVINAS, Emmanuel, Totalidad e Infinito, Salamanca, Sígueme, 1997, pp. 276-286
Bien pocas
conocemos de la muerte, ésta se nos presenta más bien como un misterio, pero de
ella sabemos algo cierto: la muerte es personal e intransferible; nadie puede
morir por otro. Nadie puede morir por mí, nadie puede vivir mi muerte, a lo
sumo, otro puede morir
en mi lugar como es el caso de Maximiliano Kolbe que dio su vida sacerdote
franciscano. En el campo de concentración de Auschwitz durante la segunda
guerra mundial se ofreció voluntariamente para cumplir el suplicio impuesto a
un padre de familia, que había sido condenado a morir de hambre. Cuando un
oficial nazi le preguntó por qué lo hacía, Kolbe contestó: "porque soy un
sacerdote católico". Kolbe murió de inanición en su celda.
Joan Masiá,
jesuita español que ha dado clases en la universidad de Sofia (Tokyo), nos
cuenta lo siguiente: «En lo alto del monte Rokko, frente al puerto de Kobe, en
Japón, hay un mausoleo budista. Bajo una estatua contemplativa y serena de
Kannon, divinidad de la compasión y la misericordia, se lee una inscripción
conmemorando la muerte heroica de una joven azafata de las líneas japonesas.
Tras un aterrizaje forzoso, partido el fuselaje del avión y mientras se
extiende el fuego, aquella muchacha salvó la vida de varios niños ayudándoles
hasta la rampa de emergencia. Una y otra vez repitió la operación. Pero la
última vez que lo hizo ya no
pudo salir, presa de las llamas que avanzaban con celeridad. Las palabras de la
inscripción funeraria decían así:
“No hay amor
más grande que el que es capaz de dar la vida”.
El triángulo vida-amor-muerte
es el que da sentido a nuestras vidas.
Es indudable
el parecido entre esta inscripción y la frase del evangelio de Juan puesta en labios de Jesús:
Pero, ¿qué lleva al
hombre a perder el miedo a la muerte, a poder entregar su propia y valiosísima
vida? Sin duda alguna, lo único que puede dar sentido a la muerte, sin quitarle
ni un ápice del dolor y sufrimiento que conlleva, es un sentido de esperanza y
trascendencia. Un campo de miras más allá de lo que uno ve a simple vista. Esta
esperanza no se limita a afirmar un mundo por venir preferible y mejor al
existente, sino que proclama que ese mundo será. Por consiguiente, no hay que
plantearle a la muerte si ella nos trae alguna esperanza, ya que la muerte como
muerte no es esperanza, sino la prueba más dura por la que tiene que pasar toda
esperanza humana.
«Nadie tiene
amor más grande que el que da la vida por sus amigos»
El sentido
de la muerte —la propia y la del prójimo— viene dado y va íntimamente unido al
sentido de la propia vida y a la esperanza en la vida. La lógica del amor y de
la vida es la única que puede dar razón del origen de la vida, esperanza en la
hora de la muerte y sentido a la propia muerte y a la del otro.
Pensar en la
finitud significa en principio pensar la vida desde su límite, y a su vez
permite tomar conciencia de la propia existencia y posibilidad de ser ya que es una cuestión de
tiempo de vida. La finitud es la condición de posibilidad que define la
existencia del ser humano, ya que en el límite de su vida busca aquello que lo
trasciende. El arte, la cultura, la religión son formas de respuestas creadoras
de un ser que, reconociendo su finitud, la trasciende.