3.5.09

SALVACIÓN

¿Quién nos librará de vivir a medias?



Vamos a hablar de la salvación...

Hola, encantado de conocerte. No nos han presentado formalmente, así que te sorprenderá que te aborde con un tema tan solemne como la salvación. Y tal vez digas, «¡Pues vaya panorama...! Puestos a hablar en plan sesudo, como que no hubiera otros asuntos más atractivos...». Cuando se trata de profundizar en cuestiones significativas para la vida, el abanico es enorme, y muchos temas son bastante llamativos, al menos de entrada. Tú y yo podríamos hablar de sexo, de solidaridad, de valores, del ocio y sus alternativas, de la ciencia, de dinero, del amor, de la familia y sus múltiples problemas; podríamos debatir sobre alguna película cargada de mensaje o hablar acerca de algún personaje popular y carismático. Si se tercia y te gusta, podríamos hasta discutir de política. Si optamos por cuestiones religiosas, también podríamos encontrar un temario bastante amplio que suene al menos más cercano: discutamos sobre la misa, sobre si los curas estamos o no con los pies en la tierra, sobre las incertidumbres que a los jóvenes os plantea la moral sexual, o sobre qué debe hacer la Iglesia con su dinero. Hablemos sobre Jesús o sobre alguno de sus seguidores más significativos. Discutamos sobre fe y ciencia, o sobre las distintas religiones... Pero ¿hablar de la salvación? Entiendo que, de entrada, te suene entre imposible, aburrido y ajeno. Intentaré explicarte por qué, en realidad, es algo bastante más cercano de lo que parece y tiene que ver con lo más cotidiano de la vida.
Por cierto, perdona un comienzo tan abrupto. La cuestión es que me han pedido que te explique qué significa, en cristiano, la salvación. Creo que es tarea interesante, pero no es fácil lanzarse a esta cuestión sin sonar demasiado dramático. Y, por otra parte, hoy no solemos tener tiempo para preparar mucho el terreno. Hay que ganarse rápido al lector, que, si no, aparca la lectura hasta mejor ocasión (que rara vez llega). Así que, o consigo provocarte curiosidad en un par de párrafos, o me temo que no llegarás a la próxima página.

A veces la vida parece amenazada por mil frentes...

Decimos los creyentes que Dios nos ofrece la salvación. hablamos de Jesús como «el Salvador»... Pero ¿salvarnos de qué?: ¿de peligros terribles?, ¿de amenazas poderosas que hacen tambalearse nuestra seguridad?, ¿de la enfermedad?, ¿de la muerte?, ¿del hastío?, ¿de nosotros mismos?, ¿del infierno?...
Parece que cuando hablamos de salvarse tenemos que aludir a alguna amenaza. En realidad, la salvación cristiana es mucho más que eso, pero empecemos por ahí. Son muchas las fuentes de zozobra en la sociedad contemporánea. Cada persona tiene que hacer frente a algunas, y varían dependiendo de la edad, del lugar donde te ha tocado nacer o vivir, de tu educación y de lo que subjetivamente te afecta... Hay quien tiene que salvarse del hambre, de la violencia, de las diferentes formas de explotación... Hay quien tiene que superar miedos que le paralizan; quien sufre el desamor que impide vivir con hondura; quien padece el juicio o el prejuicio ajeno, que se convierte en losa que te anula y te martiriza. Hay quien teme más que nada el dolor, la enfermedad o la muerte.
Todos tenemos nuestras batallas y nuestra porción de riesgo: el viejo y el niño, el hombre y la mujer, el religioso y el laico, el creyente y el escéptico... Cada quien debe hacer frente a monstruos reales o imaginarios, y en el horizonte de nuestros deseos aparece un espacio anhelado en el que las cosas pueden estar bien, para uno mismo y para todos los demás. Un espacio de seguridad, de plenitud, de salvación.



Pesadillas de los jóvenes

Hablemos un poco de ti, aunque no sé si acertaré demasiado, porque tampoco todos los jóvenes sois iguales, y aunque la edad ayuda a intuir algunas cosas, luego cada persona es única; así que perdóname si generalizo un poco. ¿Cuáles son tus monstruos? ¿Cuáles las incertidumbres que te pueden? Déjame tantearte...
Quizá la soledad es una de esas primeras prisiones en las que no quisieras verte encerrado jamás. Una soledad que, cuando eres joven, te parece trágica. Aterra pensar en no encontrar el amor que te complemente, no tener alguien con quien estar, en quien confiar, que te escuche o se ría contigo.
¿Puede que te torture algo relacionado con la imagen? No sería de extrañar, en esta sociedad nuestra obsesionada con la belleza y la línea, y convencida de poder alcanzar la perfección a golpe de bisturí, estrategias calóricas y cultivo de los músculos. ¿Te agobia acaso el espejo, la báscula, o la mirada ajena, por más que te digas que no debería ser así?
También puede ser que te horrorice el aburrimiento, el hastío. Quizá vives deprisa, intentando exprimir al máximo los momentos, porque te han dicho que hay que atrapar el instante y disfrutar la juventud mientras se pueda. Es un imperativo lo de pasarlo bien, y parece que lo contrario fuera una especie de fracaso personal. Y así, te afanas por aprovechar todo en la vida: los amigos, los estudios, los cafés en buena compañía, el deporte y las mil actividades que van saturando tu agenda. Cualquier cosa, menos perder el tiempo.
O vives con grandes ideales, y lo que te asusta es terminar convertido en una copia de tus padres, a quienes quieres mucho, pero cuyas vidas te parecen más propias de otra generación (lo son, son de otra generación, y también a ti te tocará asentar a su debido tiempo, y ya se verá entonces cómo...).
¿Te pesa la búsqueda de seguridades materiales? ¿Empiezas a pensar con inquietud en cuándo podrás afianzar tu vida, cuándo tendrás un trabajo indefinido, un sueldo fijo, unas condiciones que te permitan adquirir estabilidad? La precariedad también nos asusta, ¿eh?
Quizá la enfermedad o la muerte no te pesan tanto, porque las ves lejanas, si aún no te han tocado de cerca, y entran por el momento en la sección de cuestiones que provocan «mal rollo» y de las que es mejor no hablar. O si, en cambio, te han rondado ya, te genera desazón la falta de respuestas, y tienes sed de sentido.



La importancia de tener perspectiva

¿De qué manera la religión, o Dios, responde a estas cuestiones? ¿En qué sentido nos ofrece salvación? Creo que la clave está en que nos ayuda a mirar nuestras vidas con más perspectiva. Y hoy en día esto de la perspectiva es muy importante. Recuerdo una escena de la película «La Reina de África». Un hombre y una mujer van tirando de una barcaza que ha quedado atrapada en un pantano. Quieren llegar al lago, pero no consiguen salir de ese interminable panorama de barro y cañas. La película consigue transmitir la sensación de fatiga, el calor sofocante, la incomodidad provocada por los mosquitos y las sanguijuelas y la ya cercana rendición de los protagonistas. Hasta que, en un cierto momento, la cámara, que ha seguido a ras de tierra la marcha del barco, asciende lentamente, y advertimos, con sorpresa (y alivio), que el lago está casi al alcance de la mano, que sólo tienen que virar ligeramente y aguantar un poco para llegar a ese espacio abierto. Y sabemos entonces que lo van a conseguir y que todo va a estar bien. A menudo pienso que en la vida (y en la fe) lo que necesitamos es perspectiva para descubrir la salvación que ya está en torno. Eso no hace las cosas más fáciles, ni las tragedias menos reales, pero aporta sentido.


Ahora entremos en materia. Hay dos cuestiones que son importantes. Lo primero, si realmente necesitamos salvarnos (o ser salvados). Lo segundo, por qué la fe puede ser una respuesta.
En cuanto a lo primero, ¿necesitamos salvación? Sí. Del mismo modo que necesitamos alimento, bebida, aire o amor. Nuestra vida puede llegar a ser plenamente humana, pero también puede quedarse en un sucedáneo de esa humanidad. Por eso necesitamos algo (alguien) que nos guíe para avanzar hacia ese horizonte en el que somos libres. Esa fuerza es «salvación». ¿En qué sentido la fe trata de nuestra salvación? La fe trata de la salvación porque nos empuja hacia la plenitud (salvación de la mediocridad), la felicidad (salvación de la infelicidad –aunque no del sufrimiento), el sentido (salvación del vacío), la eternidad (salvación de la muerte), la reconciliación y la justicia (salvación de las rupturas que llamamos pecado) y el amor (que es la salvación de la soledad más vacía que existe, la del no ser querido). Y todo eso lo encontramos en Dios.

La perspectiva cristiana: Dios nos ha creado para la salvación en el más allá y en el más acá

Veo que me miras un poco perplejo. ¿Piensas que estoy intentando engatusarte con palabras bonitas? Ser religioso no está demasiado de moda hoy día entre la juventud, quizá porque se ve como algo que tiene que ver con cumplimientos, leyes, mandamientos y prohibiciones, límites y capacidad crítica, exigencia, integridad, coherencia, una moral no siempre compartida... Incluso aunque uno tenga en buena consideración algunos aspectos del compromiso de los cristianos, de ahí a tener una cosmovisión religiosa o a interpretar la realidad en términos creyentes hay un abismo. Para muchos jóvenes resulta algo muy ajeno. Y ya no hablemos de practicar. ¿Rezar? ¿Ir a misa los domingos? Lo dices en ciertos círculos, y te respetan o te interrogan con curiosidad, pero en todo caso resulta casi una rareza.

No, no estoy intentando seducirte, presentando con palabras bonitas algo que en realidad ha de centrarse en cumplimientos y normas. Lo que ocurre es que, mucho antes que plantear normas o reglas, el cristianismo ofrece una manera de entender el mundo y la vida que gira en torno a la idea de salvación. Dios nos ha creado para salvarnos, es decir, para que vivamos a fondo y alcancemos una plenitud que nadie nos puede arrebatar (individual y colectivamente). La fe en la trascendencia (o más allá) nos invita a pensar que dicha plenitud será definitiva y eterna cuando nos asomemos a lo que llamamos «Dios». Eso lo decimos conscientes de nuestra ignorancia al hablar del más allá, o de lo que esté después de la muerte, y sabiendo que nuestra aparente erudición es un balbuceo sobre esa plenitud intuida. Ahora bien, la salvación no es únicamente algo que tenga que ver con otra vida (pues la otra vida, en todo caso, comienza en esta). Y Dios, si es el Dios personal en el que creemos, nos ha creado para empezar a ser salvados en la historia, es decir, en el aquí y el ahora (el más acá, para entendernos). Esto nos permite, entonces, aventurar algunas ideas sobre lo que es vivir esa salvación.

La salvación es algo que ya nos está pasando. A menudo, lo que nos parece más presente y más fácil de detectar son los problemas. Yo mismo he comenzado hablando de miedos y amenazas, de lo que nos inquieta o agobia. Parecería que, por contraste, la salvación es algo que alguna vez llegará, que hemos de construir, que pertenece al futuro y todavía no está en torno. Pero ésa es la primera falsedad, porque ya alrededor nuestro, en nuestra propia vida, hay personas, acciones y situaciones que están transparentando y haciendo real dicha salvación. ¿Es cierto que también hay muchas realidades atravesadas por el pecado o el mal? Sí, pero una cosa no niega la otra, pues el trigo y la cizaña conviven en la misma tierra.
Las cuatro dimensiones de la salvación

¿Qué es, entonces, la salvación? Te decía hace un rato que no era únicamente la respuesta a lo que no funciona. Voy a intentar explicártelo con un poco más de detalle. Intentaré presentarte cuatro imágenes de lo que entendemos por «salvación cristiana». Decimos que es salvación cristiana porque es en Cristo (el hombre que transparenta a Dios o el Dios hecho hombre) en quien descubrimos con toda su hondura cómo esas imágenes toman cuerpo y transforman las vidas. Y hablamos de una salvación que ya afecta a nuestras vidas porque, cuando uno vive esas experiencias de las que te voy a hablar, entonces su vida es mucho más honda, más plena, más Vida.

I. Lo más evidente es hablar de la salvación como la reparación del mal. Ése es el sentido que entendemos más fácilmente. Cuando te sientes amenazado, o cuando se te tuerce la vida, deseas por encima de todo que algo o alguien te salve, que te saquen de los infiernos en que te puedes haber metido o haber caído. Esos infiernos son distintos, están hechos de incomprensión o de dolor, de relaciones personales destructivas, de exclusión y divisiones que dejan víctimas inocentes. Cuatro conceptos expresan con enorme riqueza la reparación cristiana del mal.
En primer lugar, el perdón. El perdón, la misericordia, es la capacidad de renunciar a la lógica de la venganza o el castigo, la decisión de seguir adelante con la vida sin anclarse en el rencor cuando alguien te ha herido, y la capacidad de desear que quien te ha hecho daño pueda seguir con su vida, sin desearle mal. ¿A cuánta gente conoces incapaz de perdonar? Seguro que a mucha. Y, sin embargo, también habrás experimentado cómo el perdón, cuando se produce, es fuente de mucha vida.
El perdón conlleva la posibilidad de seguir adelante en la vida. Pero si, además, el ofensor y el ofendido pueden volver a vivir juntos, o restablecer la amistad que se truncó por algo, o dejar que las heridas cicatricen y ser capaces de continuar avanzando por la misma senda, entonces hablamos de reconciliación. Decimos que la salvación cristiana es reconciliación porque, si Dios nos creó para el bien, lo cierto es que el ser humano es capaz de darle la espalda a Dios y su proyecto. Y, sin embargo, nuestra fe nos dice que Dios no cierra las puertas ni vuela los puentes, sino que nos ofrece, una y otra vez, una mano tendida para continuar camino con Él. Si alguna vez has vivido la experiencia de reconciliarte con alguien a quien quieres, tras alguna discusión o ruptura fuerte, entenderás por qué digo que la reconciliación salva.
Hay otro tipo de mal que oprime y arruina las vidas. Hablamos de heridas que nos atraviesan. ¡Son tantas las personas golpeadas en nuestro mundo...! Seguro que tú conoces a bastantes jóvenes que viven con daños profundos. Tal vez esas heridas no sean visibles y tienen muchos nombres: rechazo, incomprensión, miedo, inseguridad, culpa, escepticismo, apatía, fracaso... La salvación cristiana tiene mucho de sanación de esas heridas. ¿Cómo se sanan? Pues a veces acompañándolas, exponiéndolas, pidiendo o dando ayuda... Jesús pasó por el mundo tocando a los heridos de su tiempo y devolviéndoles la dignidad. En la vida todos podemos sanar y ser sanados.
Por último, hay otros males atroces. No tienes más que ver un telediario. Se llaman hambre, exclusión, guerra, violencia... Oprimen a las personas, las encierran en celdas más inaccesibles que las de una prisión. Pues bien, el evangelio ofrece caminos para la liberación de quienes se encuentran en esas situaciones. Liberación interior y exterior. Que es, para unos, anhelo y urgencia; y para todos, tarea.



Cuando antes te preguntaba por tus posibles incertidumbres, intentaba prepararte para lo que el mensaje cristiano tiene de buena noticia. Dios nos puede liberar de esas cadenas, puede sanar las heridas que supuran y nos hacen tremendamente desgraciados, perdona el mal que hemos podido hacer y nos tiende una mano para seguir caminando reconciliados. Esa buena noticia es salvación. Y como nosotros somos imagen de Dios, podemos hacer lo mismo con otros.


II. Hay una segunda dimensión de la salvación que no tiene que ver necesariamente con la reparación de lo que no funciona. Llamaré a esa segunda dimensión el horizonte del bien. Hoy en día es difícil una justificación comúnmente aceptada de en qué han de fundamentarse los valores. Pero lo que sí es cierto es que cuando hablamos del bien, de la justicia, de la libertad o de la dignidad de las personas, estaremos de acuerdo en que es algo deseable.
Esos principios pueden guiar nuestras actuaciones, pueden poner en las vidas un horizonte hacia el que caminar. Se convierten en deseo cuando están ausentes, y en aliciente si están presentes. Pues bien, desde la fe dichos valores se fundamentan en lo que entendemos que es Dios, que es el bueno, justo y fuente de libertad y dignidad. Lo que quiero decirte es que el único motivo para perseguir ciertas metas no es que algo falla y que, en consecuencia, hay que arrimar el hombro para arreglar los desaguisados (propios o ajenos). También es un motor muy fuerte el tener ideales, principios que te ayuden a abrazar y definir lo que merece la pena, a ir creando y construyendo realidades valiosas y a darle la patada a lo que no sirve en la vida. Dios salva en la medida en que pone en nuestras vidas un horizonte de bien como posibilidad.

III. Si hay algo que defina a Dios, es que Dios es amor. Y el amor (Dios) salva. Hoy se habla de tantas cosas que se definen como amor que a veces habría que dejar en el congelador el término por una temporada, para despojarlo de significados superfluos. Sobre el amor canta Britney Spears, escribe Ken Follet, desvaría María Patiño y, si me apuras, discursea algún político en un alarde poético. Lo escriben los adolescentes en las carpetas (y hoy en los nick del Messenger, en frases solemnes que quieren definir lo que uno es). ¿Y quién no busca el amor?
La cuestión es que no todos entendemos lo mismo cuando hablamos del amor. Hay quien lo entiende como posesión, otros como disfrute (a veces muy exclusivamente asociado al placer físico); hay quien define la búsqueda del amor como la necesidad de alguien que te haga feliz, que te quiera, y hay también quien piensa que el amor es sólo ese tiempo primero de pasión romántica, cuando el sentimiento es como una avalancha que se lleva por delante todas las prudencias y los miedos.
El amor que salva, en cristiano, es el amor que es Dios, y es diferente de los anteriores. Si llegas a asomarte a él, entonces te colma de un modo único. Ese amor tiene una serie de rasgos que lo hacen hermoso, insuperable y exigente. Si queremos entender lo que es el amor cristiano, tendremos que preguntarnos cómo ama Dios. El amor de Dios es gratuito –se da sin condiciones ni tarifas, no hay que ganárselo; es fiel, o sea que no se va a cansar de nosotros; es lúcido, pues Dios nos conoce y, por imposible que nos parezca, nos quiere como somos, con nuestras flaquezas y fortalezas. Y al tiempo es altruista, porque quiere de verdad lo bueno para nosotros. Es un amor radical, porque quien ama así ama desde las entrañas y pone en juego toda su vida (eso es, en definitiva, la encarnación de Dios: poner su vida en juego al amar al ser humano). Es eterno, y eso impresiona, hoy que pocas cosas pueden durar para siempre. Es fecundo, en el sentido de que se contagia, y quien se deja seducir por esa forma de amar termina generando en torno mucha vida, mucha alegría y mucha esperanza. Y es universal, pues Dios ama a todos, aunque con la peculiaridad de que se estremece más con quienes más heridos están por la vida: con los pobres, los pequeños, los desvalidos...
Puedes decir que está difícil lo de encontrar un amor así. Fácil, lo que se dice fácil, no es; pero está ahí. Nuestra fe nos habla de un Dios que nos quiere así. Pero, además, en el Dios hecho hombre, Jesús, descubrimos que ese amor es posible para el ser humano. Y, por último, hay gente que sí transparenta ese amor cristiano. Gente que ama con ese grado de gratuidad, fidelidad y radicalidad. Madres y padres, amigos, parejas, hijos... gente que da (se da) sin condiciones ni negociaciones; gente que parece siempre dispuesta a acoger, a incluir a todos, a trabajar por el bien de otros, a hacer de sus días una semilla de vida. Atreverse a amar de esa manera quizás asusta, pero, sin duda, convierte la propia vida en un hogar bien poblado. Y eso salva.

IV. Por último, quisiera contarte que la salvación es la lógica de Dios, la lógica pascual. Si antes decíamos que Dios es Amor, ahora quisiera que intentaras entender cómo actúa Dios, su sorprendente vuelco de las categorías de este mundo. Cuando hablo de lógica, me refiero a la manera en que funcionan las cosas. Y sospecho que vivimos en un mundo donde aparentemente vencen los fuertes, los duros y los poderosos. Un mundo donde parece que hay que ser un poco egoísta para triunfar, o un poco escéptico para no desesperarse. Seguro que estas frases te resultan familiares: «Ande yo caliente, ríase la gente». «El que pega primero pega dos veces». «No hay que ser bueno, que te toman por tonto». «Nadie da nada por nada», o «Hay que mirar primero por uno mismo»...
Hay tres lecciones que parecen sólidamente arraigadas en la manera en que hoy se nos enseña a ver las cosas. Lo primero, se te insiste en que tienes que ser fuerte. Porque en este mundo hay que competir y, en consecuencia, siempre hay que estar comparándose, hay que ser mejor que los demás, destacar, hacerse un curriculum excelente. Y además hay que ser gente a quien le vaya bien, gente de éxito, no pobres fracasados. No sé si conoces la película Little Miss Sunshine. El personaje del padre de familia, obsesionado con el éxito, reproduce con patética insistencia esa convicción: «Hay que triunfar, destacar, ganar el aplauso por las propias capacidades, para no engrosar las listas de derrotados de nuestro mundo».
Lección dos. Aunque hay un discurso políticamente correcto que habla de la tolerancia, de la igualdad y hasta de la paridad, lo cierto es que probablemente has ido descubriendo que en el mundo no somos todos iguales. Como magistralmente se señala en la clásica antiutopía de Orwell, Rebelión en la Granja, podría decirse que «todos somos iguales, pero unos más iguales que otros». Se publica recientemente que en España crecen los prejuicios, y que a estas alturas del siglo XXI un 30% de los adolescentes echaría del país a moros y gitanos. No sé qué fiabilidad tienen esas encuestas, pero lo cierto es que hay desigualdades y etiquetas que marcan diferencias; y sigue habiendo machismo, racismo, xenofobia, homofobia y otras formas de intolerancia. Seguimos catalogándonos y levantando muros que nos aíslan de quienes sentimos extraños o diferentes.

Lección tres. La sabiduría es cuidar de uno mismo. Aquí los eslóganes publicitarios suelen proporcionar recetas infalibles: «Just Do it» (Simplemente, hazlo); «Lo natural es cuidarse»; o «Porque tú lo vales»... Al final, la insistencia es en que uno viva atento a sí mismo.
Pues bien, esas tres lecciones las desarma la lógica de Dios. Digo que es lógica pascual porque es la que aprendemos en la pascua, el paso de Jesús por la vida, la muerte y la resurrección.
Tres principios que encontramos encarnados en Jesús responderían a esas lecciones volviéndolas del revés. Donde se te dice que hay que ser fuerte para llegar alto, escuchamos que «la fuerza se realiza en la debilidad» (2 Co 12,9). Donde se te enseña a discriminar, distinguir, diferencia y etiquetar, se nos recuerda que a los ojos de Dios lo que hay es una igualdad radical, y «ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer» (Ga 3,28). Por último, donde se te empuja a estar siempre pendiente de ti mismo como el no va más del sentido común, se nos recuerda la sabiduría de la cruz, «escándalo para los judíos y necedad para los gentiles, pero para los llamados un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Co 1,23-24). Una sabiduría que dice que lo más lúcido que uno puede hacer es comprometer su vida desde un amor radical llamado, en primer lugar, a iluminar las vidas de los más golpeados de nuestro mundo.
¿Dónde está la salvación aquí? En que, paradójicamente, la vida de quien se atreve a avanzar por estos derroteros se descubre mucho más profunda que la que reproduce aquellas otras lógicas egoístas. Uno descubre que no importa la flaqueza –que es parte de la vida, porque son Dios y su evangelio los que nos hacen fuertes, no para pisar, sino para sujetar a quien está caído y apoyarnos unos en otros. Uno descubre que cada ser humano merece respeto, y en ese proceso aprende a respetar no sólo al prójimo, sino también a sí mismo. Y, finalmente, uno descubre que la vida es para darla, para irla gastando y llenándola de años, de historias, de nombres y de amor.
Cuando Jesús vivió con esta lógica de Dios, abrió definitivamente la puerta para la salvación en este mundo. Y, aunque parezca imposible, al final esa lógica prevalecerá.

Al final, se trata de vivir como personas salvadas...

Va llegando el momento de despedirme. Sospecho que he querido contarte muchas cosas, y tal vez estés saturado. No pretendo con estas letras haber profundizado en todo (quizás en nada). Pero si han servido para despertarte el hambre de conocimiento o comprensión, habrá merecido la pena. Si ahora te digo que Dios nos salva (también a ti), o si señalo que nos ofrece un horizonte de salvación, espero que entiendas un poco más lo que quiero decir. Y espero que quieras acoger y abrazar esa manera de actuar de Dios. Porque al final se trata de tu vida, tus sueños, tus relaciones, tu trabajo y tus compromisos. Se trata de cómo ves el mundo. Se trata de vivir con mayúsculas, exprimir la existencia y descubrir tu hondura y tus capacidades, tu dignidad y tu responsabilidad, a Dios y al prójimo. Que sepas vivir desde la lógica pascual, que lo vuelve todo del revés para darle un sentido nuevo. Que disfrutes del amor verdadero, ese que ya está derramándose sobre nosotros aunque no nos demos cuenta. Que en tu horizonte esté el bien como bandera y como meta. Que sepas y quieras luchar contra el mal que atenaza las vidas, armado con entrañas de misericordia y reconciliación, para sanar al herido y liberar al cautivo.
Para no descubrir, demasiado tarde, que la vida habría podido ser otra cosa.


por José María RODRÍGUEZ OLAIZOLA sj
publicado por Sal Terrae 96 (2008) pp. 243-254