Ante todo, no es posible ejercer
la tarea educativa sin preguntarnos, como educadores y educadora, cuál es
nuestra concepción del hombre y de la mujer. Toda práctica educativa implica
esta indagación: qué pienso de mí mismo
y de los otros. Hace tiempo, en Pedagogía del oprimido, analicé lo
que ahí se denominaba la búsqueda del ser más. En ese libro
definí al hombre y a la mujer como seres históricos que se hacen y se rehacen
socialmente. Es la experiencia social la que en última instancia nos hace, la
que nos constituye como estamos siendo. Me gustaría insistir en este punto: Los
hombres y mujeres, en cuanto seres históricos, somos seres incompletos,
inacabados o inconclusos. La inconclusión del ser no es, sin embargo, exclusiva
de la especie humana ya que abarca también a cada especie vital. El mundo de la
vida es un mundo permanentemente inacabado, en movimiento. Sin embargo, en un
momento particular de nuestra experiencia histórica, nosotros, mujeres y
hombres, conseguimos hacer de nuestra existencia algo más que meramente vivir.
En cierto sentido, los hombres y mujeres inventamos lo que llamamos la “existencia
humana”; nos pusimos de pie y liberamos las manos; la liberación de las manos
es en gran parte responsable de lo que somos. La invención de nosotros mismo
como hombres y mujeres fue posible gracias a que liberamos las manos para
usarlas en otras cosas. No tenemos fecha de ese evento que se pierde en el
fondo de la historia. Hicimos esa cosa maravillosa que fue la invención de la
sociedad y la producción del lenguaje. Y fue ahí, en ese preciso momento, en
medio de ese y otros “saltos” que dimos, que mujeres y hombres alcanzamos esa
instancia formidable que fue comprender que somos incompletos. Los árboles o
los otros animales también son incompletos, pero no tienen conciencia de ello.
Los seres humanos ganamos en esto: sabemos que somos inacabados. Y es
precisamente ahí, en esta radicalidad de la experiencia humana que reside la
posibilidad de la educación. La conciencia del inacabamiento creó lo que
llamamos la “educabilidad del ser”. La educación es entonces una especificidad
humana.
Este inacabamiento consciente de
sí es el que nos va a permitir percibir el no yo. El mundo es el primer no yo.
Tú, por ejemplo, eres un no yo de mí. Y la presencia del mundo natural, en
tanto no yo, va a actuar como un estímulo para desarrollar el yo. En ese
sentido, es la conciencia del mundo la que crea mi conciencia. Conozco lo
diferente de mí y en ese acto me reconozco. Obviamente, las relaciones que
empezaron a establecerse entre el nosotros y la realidad objetiva abrieron una
serie de interrogantes, y esos interrogantes llevaron a una búsqueda, a un
intento de comprender el mundo y entender nuestra posición en él. Es en ese sentido
que yo uso la expresión “lectura del mundo” como instancia precedente a la
lectura de las palabras. Muchos siglos antes de saber leer y escribir, los
hombres y las mujeres han estado inteligiendo el mundo, captándolo,
comprendiéndolo, “leyéndolo”. Esa capacidad de captar la objetividad del mundo
proviene de una característica de la
experiencia vital que nosotros llamamos “curiosidad”.
Si no fuera por la curiosidad, por ejemplo, no estaríamos hoy aquí. La
curiosidad es, junto con la conciencia del inacabamiento, el motor esencial del
conocimiento. Si no fuera por la curiosidad no conoceríamos. La curiosidad nos
empuja, nos motiva, nos lleva a develar la realidad a través de la acción.
Curiosidad y acción se relacionan y producen diferentes momentos o niveles de
curiosidad. Lo que procuro decir es que, en determinado momento, empujados por
su propia curiosidad, el hombre y la mujer en proceso, en desarrollo, se
reconocieron inacabados, y la primera consecuencia de ello es el ser que se sabe inacabado entre en un
permanente proceso de búsqueda. Yo
soy inacabado, el árbol también lo es, pero yo soy más inacabado que el árbol
porque lo sé. Como consecuencia casi inevitable de saber que soy inacabado, me inserto en un movimiento constante de
búsqueda, no de búsqueda puntual de esto o aquello, sino de búsqueda
absoluta, que puede llevarme a la búsqueda de mi propio origen, que a la vez me
puede conducir a una búsqueda de lo trascendente, a la
búsqueda religiosa, que es tan legítima como la no religiosa. Si hay algo que
contraría la naturaleza del ser humano, ese algo es la no búsqueda y, por lo
tanto, la inmovilidad. Cuando digo inmovilidad me refiero a la inmovilidad que
hay en la movilidad. Uno puede ser profundamente móvil y dinámico aun estando físicamente inmóvil, y a la inversa. De manera
que cuando hablo de esto no hablo de la movilidad o inmovilidad física, hablo
de la búsqueda intelectual, de mi curiosidad en torno de algo, del hecho de que
pueda buscar aun cuando no encuentre. Por ejemplo, puedo pasarme la vida en
búsquedas que aparentemente no resultan gran cosa y sin embargo del hecho de
buscar resulta fundamental para mi naturaleza de ser buscador. Ahora bien, no
hay búsqueda sin esperanza, y no la hay porque la condición
del buscar del ser humano es hacerlo con esperanza. Buscar sin esperanza sería
una enorme contradicción. Por esta razón, la presencia de ustedes en el mundo,
la mía, es una presencia de quienes
andan en el mundo y no de quienes simplemente están. Y no es posible andar
sin esperanza de llegar. Por eso no es posible concebir un luchador
desesperanzado. Lo que sí podemos concebir son momentos de desesperanza.
Durante el proceso de búsqueda hay momentos en que uno se detiene y se dice a
sí mismo: no hay nada que hacer. Esto es comprensible, entiendo que se caiga en
esta posición. Lo que no comparto es que se permanezca en esa posición. Sería como
una traición a nuestra propia naturaleza esperanzada y buscadora.
Fragmento extraído del libro "EL GRITO MANSO"